Dos desconocidos clavan la vista en un billete en el piso. ¿Qué puede pasar?
Por Martín Kobse
Caminaba por Yrigoyen calculando cuántos días faltaban para cobrar el sueldo. Era una noche de julio, muy fría pero sin viento. Antes de cruzar Moreno, clavé la vista en el billete: doblado por la mitad como estaba, no se veía la cifra. Sí la figura de Benjamin Franklin. Debo reconocer que hasta esa noche ignoraba que los billetes de cien dólares llevaran la imagen de ese político e inventor que, por otro lado, para mí era un ilustre desconocido.
Me apuré a pisarlo antes de comprobar si alguien estaba observándome. Lamentablemente, otro pie hizo lo mismo que el mío. El billete de cien dólares quedó tapado por mi zapatilla y por el borceguí de una mujer de como cuarenta años y el pelo teñido de rojo. Los dos dijimos haberlo visto primero, pero ninguno mostraba la mínima intención de levantar su pie. Antes de que alguien más se sumara a la disputa, propuse el trato: cambiaríamos el billete y nos repartiríamos el dinero en partes iguales. ¿Quién lo lleva? Preguntamos al unísono.
Dudé unos segundos hasta que plantee partir el billete en dos: cada uno llevaría su mitad y las pegaríamos frente a quien nos fuera a cambiarlo.
Yo lo hago, dijo la mujer. Con cuidado, sin descartar que quisiera engañarme y salir corriendo con los cien dólares, levanté el pie. Ella alzó el billete del piso y, siguiendo la línea del doblez, lo dividió en dos partes iguales. Sugirió ir a la estación de servicio de Moreno y Catamarca; en el trayecto de dos cuadras, le pregunté cómo se llamaba, revelé mi nombre y hablé del frío que hacía. Ella siguió en silencio, con su mitad del billete estrujada dentro del puño derecho. Al cruzar Catamarca, me divirtió ver cómo la mujer vigilaba mis pasos. Era extraño comprobar que en menos de cinco minutos nos habíamos hecho dependientes uno del otro. Nos necesitábamos, no podíamos perdernos el rastro. La mitad del billete con la que caminábamos, sólo tenía valor con la mitad restante. Yo necesitaba esos cincuenta dólares para llegar a fin de mes sin sobresaltos. Ignoraba qué pensaba hacer ella con su parte.
Horas después, en una mesa del bar Taguzaz (en la de al lado Coco Almirón teorizaba acerca de lo que pasaría cuando el país saliera de la crisis que ya llevaba un año, desde la renuncia del presidente De la Rúa) el ahora premiado con el Estrella de Mar a mejor autor dramático, Iván Hernández, opinó que su obra debería incluir al personaje que perdió el billete. Quizá lo necesitaba para algo importante, especuló. O tenía que devolvérselo a alguien, agregó. De todos modos, concluyó, la persona que perdió el billete tendría que aparecer en la obra.
Fue Coco Almirón quien nos respondió con precisión las dos preguntas que me habían hecho un rato antes. Reykjavic era la capital de Islandia, donde se habían enfrentado por el título del mundo, en plena Guerra Fría, Boris Spassky y Bobby Fischer. El soviético y el estadounidense, agregó Coco, habían estado de uno y otro lado de un tablero, doce años antes, en un torneo internacional disputado en Mar del Plata.
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II
Hablo yo.
Eso dijo la mujer antes de que ingresáramos al quiosco de la estación de servicio. El empleado me miró desconcertado, como si estuviera acostumbrado a ver a esa mujer, pero sola o acompañada por otra gente. La propuesta –de cambiar un billete de cien dólares partido al medio- le resultó tan absurda que no solo lanzó una carcajada. Mirando fijo el rostro de mi eventual socia y echándome un vistazo furibundo, nos advirtió que si no nos íbamos inmediatamente, llamaría a la policía.
De vuelta en la calle, la mujer dijo que conocía a alguien que podría cambiarnos el billete. Desconfié de que tramara engañarme, pero como no se me ocurrió ninguna alternativa, la acompañé. Teníamos, según dijo, que caminar unas siete cuadras. No sé si por casualidad o porque el empleado de la estación de servició incumplió con su palabra, ni bien traspusimos la avenida Colón un móvil de la policía nos frenó al lado. Sin bajarse, el efectivo que no manejaba le preguntó a la mujer qué andaba haciendo. Voy al club de ajedrez a ver a un amigo, contestó. El policía me señaló con un movimiento de cabeza e insinuó algo como que con su amigo seríamos tres. Entonces sucedió lo que más interesó a Iván: El orgullo, la bronca de escuchar lo que esa mujer suponía, pudieron más que mi necesidad de conseguir los cincuenta dólares. La mujer se había reído y me había recorrido con sus ojos de pies a cabeza; finalmente, había farfullado que cómo no se daban cuenta de que a mí no me gustaban las mujeres. El policía, encima, agregó que no se me notaba. Iván y Coco no podían parar de reírse. Y como Taguzaz es un bar muy chico, desde todas las mesas comenzaron a observarme con atención, para verificar lo que esa mujer y el policía habían dado por cierto.
Ni bien empecé con mi descargo, el otro policía, el que manejaba, se asomó para no perderse detalle de mi filípica. Le espeté, trastornado, que quién se creía que era para opinar de mí. La insulté, no con expresiones soeces, sino diciéndole cacatúa, bagre mal oliente y cosas por el estilo. Los policías se rieron tanto como mis amigos en el bar y, antes de alejarse, nos recomendaron no hacer escándalos porque era muy tarde. Seguimos caminando por Mitre, hasta la esquina de Falucho.
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III
La colo –así le dijeron dos pibes que la saludaron ni bien entramos al club- parecía habitué del lugar. Sin vacilar, avanzó entre las mesas de café con las que uno se encontraba ni bien trasponía la puerta de entrada, y se dirigió hasta la barra. Su interlocutor me echó un vistazo sin dejar de llenar un pocillo.
Quise saber dónde jugaban ajedrez; uno de los parroquianos que miraba un partido de fútbol en el televisor me hizo señas hacia la derecha. Le hice caso, caminé por un pasillo y abrí una puerta.
Iván dijo que esa imagen podría ser una tela pintada o una foto gigante. Opiné que ninguna de las opciones diferiría mucho de la realidad. Nadie se movía y lo único que se escuchaba eran los segunderos de los relojes que controlaban el tiempo de reflexión de cada contendiente. Eran todos hombres: viejos, jóvenes, de mediana edad; vestidos con buena ropa, algunos; con prendas gastadas o de poca calidad, otros. Pero todos tenían la mirada clavada en el tablero y no pensaban en otra cosa que en mover una u otra pieza.
Dejé ese salón para volver al café y reencontrarme con la colo. El mismo que había movido la cabeza para indicarme dónde estaban los ajedrecistas, cabeceó en dirección a la escalera. Antes de que subiera al primer escalón, una voz me detuvo. ¿Cuál es la capital de Islandia? La pregunta, en principio, me hizo creer que se trataba de un salvoconducto, de una palabra clave. Ante mi silencio, llegó la segunda. ¿En qué año Fischer y Spassky se enfrentaron en Mar del Plata?
Mi interlocutor me observaba como si en mi cara viera un tablero de ajedrez. No era bajo ni alto; le quedaba poco pelo y parecía sufrir un temblequeo en las manos. Seguro de que no respondería a sus preguntas, quiso saber para qué pretendía subir la escalera. Le dije la verdad sobre las mitades del billete y la colorada.
Veo que tuviste suerte en el comienzo de la partida. Raro… Porque en ajedrez, si no sabés de aperturas… De todas formas, nunca te propusiste ganar. Ese fue tu problema, tu debilidad. Te conformaste con hacer tablas. Dicho eso, metió su mano derecha (le costó hacerlo) en un bolsillo de su pantalón. Cuando logró sacarla, tenía varios billetes entre los dedos. Me pidió la mitad del billete de cien dólares, me entregó una cantidad de pesos similar a la que yo había pensaba obtener al concluir el plan con la colorada, y me sugirió que me fuera. Rápido, agregó. Salí disparado hacia Gascón, dudando entre irme a casa a dormir o pasar antes por Taguzaz a tomar un whisky.
En la mesa del fondo me encontré con Iván, desolado por no encontrar una historia para su próxima obra de teatro. Le dije que le contaría el argumento de la obra con la que ganaría el premio Estrella de Mar y pedí un whisky.